domingo, febrero 11, 2007

Estupor.

Hubo otro miedo enorme que se esfumó felizmente; en este caso, sin que pueda precisar un día o suceso determinado.

Hasta un poco más de un mes después de cumplir nueve años, me aterrorizaba que me fuesen a poner inyecciones. Entonces, después de haber andado arrastrándome penosamente desde el inicio de clases, es decir, desde unos dos meses antes de mi cumpleaños; llegó un día en que no pude sentarme siquiera en la cama, todavía en mi casa, por más que quisiera, incapacidad que persistió una semana durante la que me trasladaron de cama a la casa de al lado, debido a que mi mamá en su trabajo, cambiaba de ciudad, los médicos desaconsejaron el viaje para mí y los tíos tuvieron la bondad de ofrecer cuidarme en su casa, en vez de que me llevaran al hospital; empezaron a ponerme un mínimo de dos inyecciones diarias, durante más de dos meses y no tuve mayores problemas con eso. Muy contrastante con mi sentir inmediatamente anterior, así fue. Tal vez, ocurrió así porque la persona que me las puso fue mi tía Ernestina que en realidad no era tía mía y sí, muy querida por mí. Mi abatimiento físico no era anímico. Me sentí indignada con unas viejecitas que fueron a sentarse a cierta distancia del pie de la cama que ocupé en la casa de mi tía Ernestina, moviendo la cabeza y haciendo aspavientos como si mi muerte fuese inminente. Pensé: “¡¡No pienso morirme!!”

En cambio, unos dos meses antes de cumplir seis años, cuando iban a empezar las clases o lo que es lo mismo, regresando de más al sur; tuve alguna peste o algo que no supe qué, me sentía bien; no me permitieron ir a clases, a pesar de que andaba en pie y con buen ánimo. Desde que recuerdo, el hueco de mi ventana era para mí como mi estrado. Tenía ahí una piel de cabrito blanca que cabía holgadamente en él: era mi alfombra para sentarme con las piernas cruzadas o tenderme de bruces, con mis muñecos o mis libros; cuando más pequeña sólo veía las ilustraciones, evocando vívidamente lo que me habían leído. Durante esta enfermedad tan mentirosa en que no me sentí mal, un practicante iba, cada tarde, a ponerme una inyección. Me aterrorizaba tanto que cada vez, acechaba al practicante desde una esquina del hueco de mi ventana, para ver más lejos, miraba hacia mi izquierda hasta que lo divisaba a través de los visillos, venir caminando por la vereda del frente, casi una cuadra antes de llegar a mi casa. En cuanto lo veía, corría a esconderme; pero siempre me encontraban, por más que variara los escondites. Podía hacerlo debajo de las camas, arriba de un ropero porque era muy ágil, como un gato; o dentro del mismo; no me faltaban lugares en que cupiera hecha un ovillo. No había caso.

Hacia fines del mismo año en que cumplí seis años, con tiempo cálido; vacunaron a todos los niños en la Anexa, menos a mí, a causa de ese terror. Ese año nos tocó una sala que abría sus puertas al centro del tramo de corredor al sur del primer patio y la vacunación fue en la sala de la quinta de la que ya dije en otra ocasión que tenía ventanas a ambos patios. Estaba tan aterrorizada que no quería ir. La señorita Betty, mi profesora de ese año quien fue también la persona a la que me haya aferrado con más desesperación: la adoraba; intentó llevarme por el tramo de corredor relativamente corto hasta la puerta de la sala de la quinta, traté desesperadamente de adherirme a las baldosas, me arrastró por parte del corredor y finalmente, me dejó. Luego, refugiada en el primer patio, intentando no estar en el corredor, ví por una ventana abierta de la sala de la quinta preparatoria que mi compañero de curso Tristán, de ojos y cabello claros, estiraba tranquilamente un brazo, lo pinchaban y seguía tan sereno. No podía creer lo que estaba viendo. Mi estupor fue total.